—¡Mierda! uno nunca acaba de acostumbrarse a la escena del crimen—dijo el comisario.
Una rubia de bote con labios siliconados y expresión muerta tiempo
atrás a golpe de bisturí yacía inerte bajos sus pies. Un olor a
almizcle, sangre y odio escaló súbitamente por sus fosas nasales.
—Pobre infeliz, la amaba de verdad. Ella no podía divorciarse y huir
con toda la pasta, “separación de bienes” creo que lo llaman.
Se habían casado hacía apenas dos años enamorados hasta las trancas,
pero la relación giró hacia un profundo y oscuro abismo y ella acabó
odiándole con todas sus fuerzas. Se dedicó en cuerpo y alma (mas bien en
cuerpo) a putearle de las maneras más hirientes posibles. Durante unas
vacaciones en el Caribe se acostó con toda la plantilla masculina —y
quién sabe si femenina— del hotel: desde el negro que le subió las
maletas, al guardia de seguridad.
—Sinceramente, no me sorprende lo más mínimo que la matara.
—No la ha matado. —discrepó el forense, arrodillado junto a ella— El
tiro no es mortal. Ha perdido mucha sangre, está inconsciente, pero
probablemente se recuperará del todo sin apenas secuelas visibles.
—Bueno, —dijo el comisario mientras se colocaba un guante de goma y sacaba con cuidado la pistola de la bolsa de pruebas.
—Para eso están las fuerzas de orden público, para ayudar al buen ciudadano —asintió el forense.
jueves, 5 de septiembre de 2013
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